Imaginen conmigo. No es tan difícil.

Carme Chaparro 17/02/2017 17:15

Imaginen que de golpe, de repente, no tienen casa. Ni casa ni todo lo que había en ella. Que no son sólo sus cosas –su ropa, sus fotografías, el collar que heredó de su madre-, sino todas las emociones adheridas durante los años a cada uno de esos objetos. El peluche con el que durmió tanto tiempo su hijo. El jersey que le da suerte. El libro que le dedicó su autor favorito. Todo desaparece. En unos segundos.

De un plumazo usted ya no tiene no sólo su casa, ni sus cosas, sino tampoco la vida que había construido hasta este momento. Con las paredes que nunca más le acogerán, pierde las capas emocionales que hacían de esa casa un hogar. Su hogar.

Y a su familia. También los pierde. Algunos habían muerto en los últimos meses. Pero a los supervivientes no los verá más, con lo que pierde usted todo el apoyo afectivo que ha sostenido su vida desde que nació. Todas las redes que le han hecho la persona que es en este momento.

Pierde usted, de un plumazo, el presente que es y el futuro que iba a ser.

¿Imagina?

No. Claro. Pero podría pasar. Nadie está a salvo. Nunca nadie en ningún lugar está totalmente a salvo de convertirse en un refugiado, nosotros tampoco, y eso es lo que nos enseña el extraordinario documental “La niña bonita”, que teje las historias de dos niñas de 15 años que tuvieron que huir de sus vidas dejándolo todo atrás. La vida adolescente de Hala viaja en paralelo a la vida adolescente de Mirta. Separadas por cuarenta años, este documental nos demuestra que no es que el mundo no haya evolucionado en casi medio siglo, sino que parece haber ido marcha atrás.

En nuestra línea temporal, en la historia que ocurre estos días, Hala ha tenido que huir de Siria dejándolo todo atrás. “Lo que más temía de la guerra era perder la casa. Y la perdimos. Lo que más temía de la guerra era perder los estudios, y los perdí. Lo que más temía de la guerra era perder a la familia. Y a mucha la he perdido. Lo que más temía de la guerra me ha pasado”.

Cuarenta años antes, Mirta tuvo que huir de un Chile sangriento tras el golpe de estado de Pinochet y salvó la vida gracias a un salvoconducto de ACNUR.

Uno de los momentos más emotivos del documental llega cuando Mirta le cuenta a Hala por qué la está entrevistando. “Yo también fui una refugiada como tú”. Y Hala abre mucho los ojos. A Hala se le iluminan los ojos. Y la piel. Y el alma. “What?”, le pregunta, intentando entender las implicaciones de esa confesión. “Yo también fui una refugiada como tú”. Y mírame, aquí estoy, cuarenta años después, viva, sonriente, con un pasado y un futuro. Aquí estoy yo. Y tú puedes ser yo.

Todo eso es lo que Hala entiende en apenas un segundo. Esa niña que hasta ese momento no tenía nada más que una vida borrada, esa niña a la que le habían arrebatado todo lo que había sido hasta ese instante, todo lo que la había sostenido en sus quince años de vida, abre por fin los ojos y entiende. Entiende que tiene un futuro. Que ella puede ser como esa señora que ha venido de España para entrevistarla para un documental. Entiende que ya nunca volverá a ser la niña siria que fue –eso ya se lo demostró la vida meses antes, y debió ser consciente, quizá, cuando cruzaba en patera el peligrosísimo tramo de mar que separa Turquía de Grecia-. Pero entiende también que quizá haya otro futuro más allá del campo de refugiados en el que apenas tiene una tienda de campaña y un bolso con tres piezas de ropa, un viejo bolígrafo Bic, y una fotografía rota en la que sólo sobreviven los ojos.

Esa niña entiende que puede tener un futuro.

Y ese es uno de los grandes regalos de este documental.

Pero el futuro de Hala, y de los cientos de miles de refugiados que están huyendo de las guerras, depende también de todos nosotros. Por favor, mirad el documental. Y ayudad en lo que podáis.